Amores trágicos en la literatura – La última carta de Ted Hughes a Sylvia Plath
Eximios escritores han imaginado trágicas historias de vida que, plasmadas en incontables páginas de novelas y poemas, cautivaron indefinidamente a través de los tiempos los sueños de ávidos y devotos lectores. Pero también concitaron gran interés público, otros relatos que involucran hechos relevantes de la vida diaria de muchos de esos autores y éstas historias auténticas, dieron lugar a conmovedoras tragedias amorosas donde la realidad empalideció la creatividad más fecunda.
Podríamos citar en esa lista de amores desdichados a Amado Nervo y Ana Cecilia Luisa Dailliez, su musa inspiradora de los geniales versos de «La amada inmóvil». A la poetisa caribeña Gertrudis Gómez de Avellaneda y Gabriel García Tassara, también la tormentosa vida sentimental de Alfonsina Storni o el confuso episodio de Leopoldo Lugones encontrado muerto en febrero de 1938 en un hospedaje de la ciudad de Tigre, perteneciente al Gran Buenos Aires. ¿El eterno amor platónico de Dante por Beatriz Portinari quedaría excluido?.
Por supuesto que no podría faltar en esta particular aunque incompleta selección, uno de los más trágicos amores literarios de la segunda mitad del siglo XX: el infortunado romance que mantuvieron la emblemática poetisa norteamericana Sylvia Plath con el laureado poeta inglés Ted Hughes en la década de 1960. Casi medio siglo después, en 2010, el parlamentario inglés Melvyn Bragg encontró, mientras investigaba en la Biblioteca Británica acerca de Hugues, un manuscrito con un poema inédito cuyos versos titulados «La última carta», rememoran lo acontecido en los días previos al suicidio de su esposa Sylvia Plath. Su difusión causó un gran impacto y reavivó una añeja polémica.
La última carta
¿Qué pasó aquella noche? Tu última noche
doble, triple exposición
a todo. Tarde, el viernes,
mi última visión de ti viva.
Quemabas tu carta para mí en el cenicero,
con esa extraña sonrisa. ¿Había arruinado tu plan?
¿Me sorprendió antes de lo que esperabas?
¿Te la llevé corriendo demasiado pronto?
Una hora después —te habrías ido
a donde no podía encontrarte.
Me habría regresado de tu cerrada puerta roja
que nadie hubiera abierto
sosteniendo aún tu carta,
un rayo que no pudo aterrizarse.
Habría sido terapia de choques
para mí,
repetida una y otra vez, todo el fin de semana,
cada que la leyera o pensara en ella.
Hubiera cambiado mi mente, y mi vida.
La terapia que planeaste necesitaba algo de tiempo,
no puedo imaginar
cómo habría sobrevivido el fin de semana.
No lo puedo imaginar. ¿Lo habías planeado todo?
Tu carta me llegó antes —ese mismo día,
el viernes en la tarde, enviada por la mañana.
Los demonios reinantes la aceleraron,
fue una gota más de mala suerte
llevada a ti por la oficina de correos
y sumada a tu carga. Me moví rápidamente,
a través del crepúsculo londinense, de febrero, azul-nieve.
Lloré con alivio cuando abriste la puerta.
Un montón de acertijos en solución. Lágrimas precoces
que no lograron traducirme, no lograron divulgar
su valor verdadero. Pero qué dijiste
sobre los fragmentos humeantes de esa carta
tan cuidadosamente aniquilada, tan calmada,
que me dejaron soltarte, y dejarte
a borrar sus cenizas de tu plan —del cenicero
contra el cual te apoyaste para que leyera
el teléfono del doctor.
Mi escape
se convirtió en algo tan perseguido
insomne, sin esperanza, todos sus sueños exhaustos
sólo quería ser capturado de nuevo, sólo
quería caer, salir de su vacío.
Dos días de nada colgante. Dos días gratis.
Dos días en ningún calendario, pero robados
de ningún mundo,
más allá de realidad, sentimiento o nombre.
Mi vida amorosa lo agarró. Mi adormecida vida amorosa
con sus dos agujas locas,
bordando su rosa, punzando y jalando
su tapicería, su tatuaje sangriento
en alguna parte tras mi ombligo,
enhebrando ese amasijo de adornos,
dos agujas locas, entrecruzando sus puntadas,
escogiendo entre mis nervios
sus colores, remodelándome
dentro de mi piel, cada una reconstruyendo a la otra
con sus propias caricaturas, su obsesivo entrar y salir. Dos mujeres
cada una con su aguja.
Esa noche,
mi Susan dellarobbia. Me moví
con la cautela
de la flama en una mecha. Toda mi furia
fue un abandonado esfuerzo para explotar
el viejo globo donde las sombras se inclinaban
sobre mi rastro delator de cenizas. Corrí
de aquí para acá, de espaldas, una película en reversa,
¿hacía qué? Fuimos a la calle Rugby
donde tú y yo empezamos.
¿Por qué, entre todos los lugares, fuimos ahí?
¿Por qué fuimos ahí? La perversión
en el arte de nuestro destino
ajustó sus finuras para ti, para mí,
y para Susan. El solitario
que jugó el Minotauro de aquel laberinto
incluyó aun a Helen, en el departamento de la planta baja.
La habías notado —una chica para un cuento.
Jamás la conociste, pocos la conocieron,
excepto a través de las orejas y la máscara demente
de su Pastor. Ni siquiera fugazmente la viste.
Sólo te echaste para atrás
cuando el loco animal estrelló su peso
contra la puerta mientras nos escurríamos por el pasillo
y lo oímos ahogarse en infinito odio alemán.
stanza-break
Aquel domingo por la noche abrió su puerta
los pocos centímetros permitidos.
Susan recibió sus ojos negros, el sobrepeso
infeliz, bello rostro, que se asomaba
por la cadenita. La puerta se cerró.
La oímos consolar a su carcelero.
En su celda, su perrera, donde días después,
gaseó a su feroz kapo, y a sí misma.
Susan y yo pasamos la noche
en nuestro lecho matrimonial. No lo había visto
desde que nos acostamos ahí el día de nuestra boda.
No la llevé a mi propia cama.
Pensaba, que tras el fin de semana,
podrías aparecer —una visita sorpresa.
¿Apareciste, para tocar mi ventana oscura?
Así que me quedé con Susan, escondiéndome de ti,
en nuestro lecho de bodas —el mismo del que
en tres años sería llevada a morir,
en aquel mismo hospital donde, en doce horas,
te encontraría muerta.
El lunes en la mañana
la llevé a su trabajo, en la ciudad,
luego estacioné mi camioneta al norte de la calle Euston
y regresé a donde mi teléfono esperaba.
Qué pasó aquella noche, en tus horas,
es tan desconocido como si nunca hubiera pasado.
Qué acumulación de tu vida entera,
como esfuerzo inconsciente, como parto
empujando por la membrana de cada lento segundo
al siguiente, pasó
solamente como si no pudiera pasar,
como si no estuviera pasando. Qué tanto
sonó el teléfono ahí en mi cuarto vacío,
tú escuchando el tono en el auricular—
en ambos lados la evanescente memoria
de un teléfono sonando, en una mente
como ya muerta. Enumero
cuantas veces caminaste a la cabina del teléfono
hasta abajo de la terraza de St. George.
Estás ahí siempre que miro, saliendo
de la calle Fitzroy, cruzando
entre los bancos apilados de azúcar sucia.
En tu largo abrigo negro,
con tu trenza enrollada tras tu cabeza
caminas incapaz de moverte, o despertar, y ya eres
nadie caminando,
caminando en las vías bajo Primrose Hill
hacia la cabina de teléfono inalcanzable.
Antes de medianoche, después de medianoche. Otra vez.
Otra vez. Otra vez. Y, casi al amanecer, otra vez.
¿En qué posición de las manecillas de mi reloj
tu último intento,
ya profundamente rebasada
mi capacidad de escucharte, sacudió la almohada
de esa cama vacía? ¿Una última vez
tocó levemente mis libros, y mis papeles?
Cuando llegué mi teléfono dormía.
La almohada inocente. Mi cuarto dormía,
cubierto ya de luz matinal iluminada por la nieve.
Encendí el fuego. Había sacado mis papeles.
Y había empezado a escribir cuando el teléfono
se sacudió, en una alarma trepidante,
recordándolo todo. Se recuperó en mi mano.
Luego una voz como arma elegida
o inyección medida,
entregó fríamente sus cuatro palabras
al fondo de mi oído: «Su esposa está muerta.»
Ted Hughes
Sylvia Plath, fue una destacada escritora estadounidense que cultivó con éxito prosa, ensayo y poesía, había nacido el 27 de octubre de 1932 en Boston y desde la niñez demostró tener aptitudes especiales para las letras, consecuentemente, muy joven se graduó con honores en el Smith College. Pero en forma paralela, los desórdenes mentales de una personalidad proclive a conductas depresivas comenzaron a manifestarse también a edad temprana y requirieron internación y tratamiento en instituciones psiquiátricas debido a un intento de suicidio.
Conoció a Ted en una fiesta estudiantil celebrada en la Universidad de Cambridge a comienzos de 1956. Cuatro meses después de ese encuentro, el 16 de junio, contrajeron matrimonio. La pareja tuvo dos hijos, Frieda y Nicholas. Después de los primeros años el idílico amor fue desgastándose paulatinamente y las severas crisis nerviosas que atormentaban a Sylvia volvieron cada vez más conflictiva la convivencia.
Por entonces Ted Hughes había comenzado otra relación con Assia Wevill, una atractiva mujer casada, nacida en Berlín y dotada de un singular magnetismo sexual, que lo deslumbró al punto extremo de inducirlo a tomar la decisión de abandonar a su esposa y a los dos hijos pequeños del matrimonio.Esta separación causó estragos en la mente de Sylvia que volvió a desequilibrarse, se sumaron además otras circunstancias familiares desgraciadas, la escasez de recursos económicos y el incipiente proceso de divorcio, los pensamientos autodestructivos recomenzaron y enfermó.
Así, el viernes 8 de febrero de 1963 Sylvia Plath escribió a su marido una carta, supuestamente una nota de suicidio, creyendo que la misiva llegaría el sábado, pero circunstancias fortuitas hicieron que Ted leyera el mensaje ese mismo día por la tarde. Con la carta en la mano, Hughes, aunque distanciado sentimentalmente, se dirigió presuroso hacia la casa donde residía Plath en Primrose Hill, al norte de Londres; al verse cara a cara, se desató entre ambos una fuerte discusión en el curso de la cual Sylvia Plath arrancó la carta de las manos de su esposo y la arrojó al fuego. Este encuentro final obsesionó al hombre poeta, que mucho tiempo después transformaría lo sucedido ese anochecer en el poema la última carta.
Las primeras horas del lunes 11 de febrero transcurrieron inexorablemente, mientras las ilusiones de Sylvia se iban desvaneciendo al tiempo que crecía la desesperanza y sus demonios íntimos, otra vez, empezaban a convencerla que ya no quedaban días felices en su mundo. Quizás en el último minuto haya rememorado una de sus reflexiones «Mi alma debe estar detrás de ti; estoy matando mi carne sin ella»; y luego cuando comprendió que la dura batalla final estaba perdida llegó el silencio; preparó el desayuno a sus hijos, selló cuidadosamente la puerta de la habitación de los pequeños y se quitó la vida, asfixiándose con el gas proveniente del horno de la cocina que había abierto intencionalmente. Tenía 30 años; Ted se enteró de la muerte de su esposa ese mismo lunes.
Estos acontecimientos dieron origen a un mito que por mucho tiempo acaparó la atención popular, aunque nunca pudo discernirse la responsabilidad que le correspondió a Ted en el trágico suceso. Como todavía estaban legalmente casados al producirse la muerte de Sylvia, Hughes se hizo cargo de sus manuscritos y al leerlos, se percató rápidamente de que las composiciones dejadas por Plath eran muy superiores a cuanto había publicado en vida.
Decidió entonces, para honrar la memoria de la esposa fallecida, editar con sumo cuidado ese legado y esmerarse en una muy prolija publicación de las obras heredadas. Un noble propósito sin dudas, opacado no obstante por actitudes que fueron juzgadas como imperdonables: destruyó una parte importante del diario personal de la poetisa con la excusa de que su lectura hubiera infligido a los hijos del matrimonio un daño irreparable y, según se sospecha, «perdió o hizo desaparecer» el manuscrito de una segunda novela que preparaba Plath en 1963.
Ted Hugues, ya no podría olvidar esos días aciagos del invierno de 1963, las polémicas acusaciones de organizaciones feministas y las durísimas críticas de amplios sectores de la sociedad, convirtieron sus días en un calvario y un enorme sentimiento de culpa le dejó una marca indeleble.Pero a pesar de todo, cinco años después de la muerte de Sylvia Plath, el poeta se vio envuelto nuevamente en una oscura aventura amorosa mientras vivía una triple vida con Assia Wevill, con una enfermera en prácticas llamada Carol Orchard y otra mujer llamada Brenda Hedden. Se conocen textos de Hughes en los que se manifiesta incapaz de decidir y escribe: «¿Qué cama, qué novia, qué pecho me dará confort?»
Assia Wevill, señalada socialmente por destrozar el matrimonio de Sylvia y Ted, no llegó a casarse con Hughes pero le dio una hija, Shura. Cuando el poeta resolvió que no vivirían juntos, todo comenzó a parecerse al reflejo en un espejo de las penurias soportadas antes por Sylvia y esa decisión fue causa frecuentes discusiones; después de seis años años de relación Assia quería alquilar otra casa en Yorkshire para compartir proyectos y sueños, ya no quería ser sólo la amante o la musa, pretendía algo más, ser para él un puerto seguro.Las dudas, la desconfianza, el desprecio y la hostilidad con que era tratada por muchos de los amigos de Ted la abrumaban, así, aquella mujer otrora altanera y acostumbrada a seducir quedó degradada al papel de personaje secundario.
A comienzos del año 1969, Ted Hughes ya disfrutaba de una nueva amante, una enfermera llamada Carol Orchard. Por alguna razón el domingo 23 de marzo, a mediodía, Assia telefoneó a Ted, discutieron una vez más y después de colgar, le dio el día libre a la niñera; esperó que anochezca y arrastró un colchón hasta la cocina, puso sábanas limpias, se preparó un whisky, luego otro con algunos somníferos y en un impulso irracional fue a buscar a Shura al dormitorio y la trasladó a la improvisada cama. Apagó la luz y antes de recostarse junto a su hija de cuatro años, abrió la llave del gas del horno de cocina. ¿Coincidencia fatídica? Horas después hallaron los dos cadáveres.
Poco antes de su propia muerte acaecida en el 28 de octubre de 1998, Ted Hugues, gravemente enfermo, rompió un silencio de más de tres décadas soportando acusaciones y publicó su último trabajo poético dedicado a Silvia Plath. Se trataba de un bellísimo poemario titulado «Cartas de cumpleaños», que fue éxito de ventas pero no alcanzó para borrar el estigma que pesaba sobre él. En cada poema explora las complejas relaciones que experimentó en su matrimonio con Sylvia, procesando todos sus recuerdos y haciéndolos trascender en versos sobrecogedores, en ellos celebra la vida, el amor y las pasiones, medita sobre el suicidio y nombra a la muerte pero sin referirse en forma directa a las circunstancias que la ocasionaron. El diseño de la tapa de este libro fue hecho por su hija Frieda.
Carol Orchard, se casó finalmente en 1970 con Ted Hugues y quedó viuda en 1998. Al conocerse la existencia del poema inédito La última carta encontrado en 2010, Carol apoyó un proyecto editorial que llevaba adelante el biógrafo académico Sir Andrew Jonathan Bate, pretendiendo publicar íntegramente los resultados de ese hallazgo; pero cambió de opinión al advertir que las investigaciones derivadas convertirían la biografía del poeta, en algo más que una completa reseña literaria. Los nuevos escritos descubiertos corrían un velo y revelaban con sinceridad salvaje las aventuras extramatrimoniales de Hughes, una de las cuales describe este poema con el nombre de la amante y tal riqueza de detalles que es casi una confesión de arrepentimiento.Posteriormente el proyecto siguió adelante para editarse como biografía no autorizada.
Para conocer más:
Smith College, es una universidad privada femenina estadounidense ubicada en Northampton, Massachusetts
Actualmente, con la nueva documentación conocida, se han podido reconstruir con detalles los sucesos acontecidas en aquel trágico fin de semana. Así se sabe que el sábado 9 de febrero, Plath también telefoneó a Hughes a su casa, precisamente la misma en la que habían pasado la noche de bodas y convivido siete años. El llamado lo atendió Susan Alliston, otra de las amantes de su esposo y cuando esta le pasó el teléfono, Hughes se limitó a decir algo así como: «- tranquila, Sylvia» y para él todo continuó con una actitud indiferente. De hecho, el poeta pasó aquella noche y todo el domingo (día en el que se supone que Sylvia Plath se suicidó) en esa casa con Susan.También se demostró que la carta en cuestión no era una nota de suicidio, sino que en ese escrito, Sylvia simplemente le comunicaba a Ted que se marcharía a París abandonándolo.
En el legado literario de Sylvia Plath se destacan entre otras obras: “El coloso”, “Ariel”, “Árboles de invierno”, “La campana de cristal”, “Cartas a casa” y “The magic mirror” (que fue su tesis de graduación para el Smith College). En 1982, a título póstumo, se le concedió el Premio Pulitzer por sus “Poemas completos”.
Edward James Hughes, (más conocido como Ted Hughes), fue un poeta británico y escritor de libros infantiles considerado uno de los poetas más brillantes de su generación. Nació en Mytholmroyd, Yorkshire, en el año 1930.
El 16 de marzo de 2009 el hijo menor del matrimonio, Nicholas Farrar Hughes, se ahorcó en su casa en Fairbanks, Alaska.
El académico y parlamentario inglés Lord Melvyn Bragg encontró entre los cuadernos de Hughes el poema titulado «Última carta», un testimonio trágico de la obsesión del poeta por tratar de fijar la noche del suicidio de Sylvia Plath. Murió sin conseguirlo, por eso no lo incluyó en su poemario Cartas de cumpleaños».
Nota: Intentamos rescatar y difundir los valores literarios indudables de la obra intelectual de cada autora o autor con un enfoque absolutamente objetivo. Nunca la finalidad es generar polémicas innecesarias. Toda historia personal se conjuga en tiempo pasado y el pasado está escrito en esa historia de manera irreversible y definitiva. Que cada quien saque su propias conclusiones si así lo considera.
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