En nuestra sección del buen uso del idioma los invitamos a descubrir el Lipograma
La palabra lipograma proviene etimológicamente del griego lipogramma y significa “Texto en el que voluntaria y sistemáticamente se evita el uso de alguna letra (o varias) del alfabeto”. Sus componentes léxicos son: lipein (dejar, abandonar) y gramma (letra).
Si resulta sumamente complejo construir una frase prescindiendo de alguna vocal por ejemplo; imaginar la elaboración de un cuento, un poema o todo un libro siguiendo esa premisa, deriva en una tarea titánica que parece imposible de concretar.
El grado de dificultad de este artificio lingüístico, es directamente proporcional a la extensión del texto escrito y a la frecuencia de aparición de la letra omitida en el idioma utilizado (en español la «e» es la letra más utilizada, seguida por la «a»).
Sin embargo hay escritores que con un inusual despliegue de talento, ingenio y creatividad, han logrado composiciones de textos que resultan proezas de ejercicio intelectual y verdaderas rarezas literarias.
Uno de ellos fue Enrique Jardiel Poncela, destacado escritor y dramaturgo español nacido en Madrid el 15 de octubre de 1901 y fallecido en la misma ciudad el 18 de febrero de 1952. Considerado uno de los máximos representantes del teatro de lo absurdo; utilizó este recurso como forma de satirizar a una sociedad que el autor también consideraba absurda.
Profundamente descreído, irónico y pesimista, Jardiel Poncela fue un sagaz observador de lo humano, aspecto que se reflejó en sus obras como en un espejo deformante: puede causar hilaridad, pero no deja de mostrar aquello que existe. Su obra inició la renovación de la comedia y de la narración humorística.
Compartimos un cuento breve de Enrique Jardiel Poncela, que tiene el mérito de estar escrito en forma de lipograma, evitando en toda su extensión usar la letra «e».
«Un marido sin vocación»
Un otoño —muchos años atrás— cuando más olían las rosas y mayor sombra daban las acacias, un microbio muy conocido atacó, rudo y voraz, a Ramón Camomila: la furia matrimonial.
—¡Hay un matrimonio próximo, pollos! —advirtió como saludo a su amigo Manolo Romagoso cuando subían juntos al Casino y toparon con los camaradas más íntimos.
—¿Un matrimonio?
—Un matrimonio, sí —corroboró Ramón.
—¿Tuyo?
—Mío.
—¿Con una muchacha?
—¡Claro! ¿Iba a anunciar mi boda con un cazador furtivo?
—¿Y cuándo ocurrirá la cosa?
—Lo ignoro.
—¿Cómo?
—No conozco aún a la novia. Ahora voy a buscarla.
Y Ramón Camomila salió como una bala a buscar novia por la ciudad.
A las dos horas conoció a Silvia, una chica algo rubia, algo baja, algo gorda, algo sosa, algo rica y algo idiota; hija única y suscriptora contumaz a La moda y la Casa (publicación para muchachas sin novio).
Y al año, todos los amigos fuimos a la boda. ¡La boda! ¡Bah!… Una boda como todas las bodas: galas blancas, azahar por todos lados, alfombras, música sacra, bimbas, sonrisas, codazos, almohadón para hincar las rodillas los novios y para hincar las rodillas los padrinos; lunch, sandwichs duros como un fiscal.
Al onzavo sandwich hubo una fuga súbita por la sacristía y un auto pasó raudo, y unos gritos brotaron:
—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vivan los novios! ¡Vivaaan!
Y los amigos cogimos otro sandwich —dozavo— y otra copita.
Y allí acabó la cosa.
Mas, para Ramón Camomila, la cosa no había acabado allí.
Al contrario: allí daba principio.
Y al subir con su novia al auto fugitivo, vio claro, vio clarísimo: ni amaba a Silvia, ni notaba inclinación ninguna al matrimonio, ni sintió su alma con la vocación más mínima por construir un hogar dichoso.
—¡Soy un idiota! —murmuró Ramón—. No valgo para marido, y lo noto cuando ya soy ciudadano casado.
Y corroboró rabioso:
—¡Soy un idiota!
Silvia, arrinconada junto a Ramón, bajaba los ojos con rubor, y al bajar los ojos subía dos mil grados la rabia masculina.
—¡Dios mío! —gruñía Ramón mirándola—. ¡Casado! ¡Casado con una niña insulsa como unas natillas!… No hay ya salvación para mí…, ¡no la hay!
Incapaz para dominar su irritación, dirigió unas palabras durísimas a Silvia.
—¡Prohibido fingir rubor y mirar a la alfombra! —gritó.
Y Ramón añadió para su sayo, alumbrado por una brusca solución:
—Voy a lograr su odio. Voy a obligarla a suplicar un divorcio rápido. Poco valgo si no logro inspirarla asco con cuatro o cinco burradas a cual más disparatada.
Y tal solución tranquilizó mucho a su alma.
Por lo pronto, al subir a la fotografía (visita clásica tras una boda), Ramón hizo la burrada inicial.
Un fotógrafo modoso y finísimo abordó a Ramón y a Silvia.
—Grupo nupcial, ¿no? —indagó.
—Sí —dijo Ramón.
Y añadió:
—Con una variación.
—¿Cuál?
—La sustitución más original vista hasta ahora… Novio por fotógrafo. Hoy hago yo la foto… ¡Viva la originalidad!
Y Ramón aproximó la máquina y advirtió al asombrado fotógrafo:
—¡Vamos! Coja por la mano a la novia y sonría con ilusión: La cara más alta.
¡Cuidado! ¡Así!… ¡Ya!
Ramón tiró la placa, y a continuación obligó al pago al fotógrafo; guardó los duros y salió con Silvia orondo y dichoso.
—¡Al auto! —mandó.
(Silvia ahora iba llorando)
—¡La cosa marcha! —susurró Ramón.
Al otro día trasladaban sus organismos a Irún. (Lo clásico, asimismo, tras una boda.)
Ramón no quiso subir al vagón con Silvia.
—Yo viajo con los maquinistas —anunció—. Voy a la locomotora… ¡Hasta la vista!
Y subió a la locomotora, y ocupó su actividad ayudando a partir carbón. Al arribar a Irún había adquirido un magnífico color antracita.
Ya allí, compró sus harapos a un sordomudo andrajoso, vistió los harapos y marchó a la fonda a buscar a Silvia.
Y tocado con las ropas andrajosas anduvo por Irún, acompañando a Silvia y cogido a su brazo mórbido y distinguido.
Nutrido público los miraba al pasar, asombrado.
Silvia sufría cada día más.
—¡La cosa marcha! ¡La cosa marcha! —murmuraba todavía Ramón. Pronto rogará Silvia un divorcio total. Sigamos las burradas. Sigamos con la droga antimatrimonial, multiplicando la dosis.
Ramón vistió a continuación sus fracs más maravillosos, y al pisar un salón, un dancing u otro lugar público acompañado por Silvia, imitaba a los criados, y con un paño al brazo acudía solícito a todas las llamadas.
Una mañana pintó sus párpados con barniz rojo.
Por fin lo trasladaron al manicomio.
Y Ramón asistió a su propia dicha: su contrato matrimonial yacía roto y vivía imposibilitado para otra boda con otra Silvia.
También otro hábil e inspirado poeta, cuyo nombre se nos perdió en el olvido, compuso en dos estrofas este verso prescindiendo del uso de la vocal «e»
Imitando mansos lagos
sin ondas ni turbación,
gozosa va mi ilusión
tras justísimos halagos,
mas tan sólo lauros vagos
otorga fortuna impía
y mi alma luchando a porfía
por más grata vida hallar
nunca la ha logrado alcanzar.
Traidora fortuna mía.
Sigo tranquilo mi ruta,
con valor, a un digno fín
y hasta apartado confín
no amilana mi disputa,
ni las fatigas inmuta
mi aniquilada razón,
guía amor mi inspiración
y Dios omnímodo alcanza
para inspirar mucha confianza
a mi altivo corazón.
Algunos lipogramas, particularmente ingeniosos, omiten todas las vocales salvo una, con lo que se reduce mucho el conjunto de palabras que se pueden escribir y los textos pueden aparecer como muy forzados. Un ejemplo claro de este tipo de lipograma puede encontrarse en el libro «Las vocales malditas», del escritor mexicano Óscar de la Borbolla, donde cada relato está escrito con palabras que sólo tienen la misma vocal.
Cinco años después de que Francis Scott Fitzgerald publicara «El Gran Gatsby», en octubre de 1930; el catedrático estadounidense Ernest Vincent Wright (1872-1939) envió una carta al periódico Evening Independent, presumiendo haber escrito la mejor novela lipogramática que se hubiera hecho nunca, proponiéndoles además que el diario patrocinara la organización de un concurso de escritura lipogramática ofreciendo 250 dólares para el ganador. La propuesta fue rechazada y el manuscrito pasó tan desapercibido que, después de varios años tratando de encontrar editor, Wright optó por publicarlo por su cuenta.
El depósito donde estaban guardados los primeros ejemplares se incendió poco después de que fuera impreso y casi todas las copias fueron destruidas. La escasez de ejemplares originales hace que, actualmente, tengan un alto valor entre bibliófilos y cazadores de rarezas.
«Gadsby», la novela que Wright consiguió escribir, tiene 50.110 palabras, y fue titulada originalmente «A Story of Over 50,000 Words Without Using the Letter -‘E’ «; a excepción de la introducción y una nota al final, no se utilizó la letra «e».
Esta novela es el lipograma más extenso conocido.
En la introducción de la novela Wright explica que el libro fue un desafío y que con él no trataba de alcanzar la gloria literaria, sino conseguir algo que muchos afirmaban que no era posible. Según Wright lo más difícil de evitar fue el sufijo de pasado «‒ed» en los tiempos verbales.
También explicó que inhabilitó a letra «e» de su máquina de escribir hasta finalizar el manuscrito, para no apretar accidentalmente la tecla. A pesar de todo no consiguió evitar que la letra se colara dos veces, en la página 51 y en la 103, ambas en la palabra «the».
«Gadsby» ha pasado a la historia de la literatura sin pena ni gloria y terminó en manos de Georges Perec, que quiso imitar la proeza de Wright en idioma francés. Así fue cómo escribió en 1969 su novela negra «La disparation», con la que consiguió prescindir a lo largo de trescientas páginas de la letra «e», la más habitual en francés. Como homenaje a Wright, Perec introdujo en la obra a un personaje llamado Lord Gadsby V. Wright. La novela fue traducida al español como El secuestro.
Si te ha interesado la nota por favor valora la misma para los demás lectores: